domingo, 23 de febrero de 2014

Plácido

Hoy no quiero hablar de política, de terrorismo, de separatismo, de corrupción, ni del aborto... y mucho menos escribir sobre ello. He cerrado mis ojos y he hecho un viaje imaginario desde Ferrol hasta Ferrol, desde el fin del mar hasta el fin del mar. Os invito a acompañarme.

He salido después de comer, con los sentidos algo embotados, por la carretera de la Cabana, dejando a un lado el dique civil y un montón de aves aprovechando la bajamar para hacer su colación. Pese a lo que digan, esas volátiles no estaban cuando yo era pequeño: Garzas, cormoranes, garcetas, algún pato, gaviotas reidoras y argénteas... tal vez esperando a que por fin acabe el saneamiento, o a que empiece.

He dejado a un lado el tunel y me he dirigido a la Graña, y nos hemos parado en su muelle a dar un paseo y a tomar un café. Cada vez hay más casas restauradas, más barcos en el muelle deportivo, la playa cada día está más limpia y el paseo marítimo ya está arreglado.

De vuelta al coche hemos bordeado la Estación Naval, y en la parte más alta hemos dominado la parte interior de la ría. Los barcos en su particular milla verde dan una imagen de placidez y decadencia, pero la tarde es clara y no nos preocupamos del futuro.

Llegamos a San Felipe, con sus preciosas casas en las que las flores decoran sus ventanas. Como el castillo está abierto entramos a la visita teatralizada, en la que soldados del Siglo XIX nos explican los pormenores de la fortaleza y los avatares que sufrió. Cuentan que se va a habilitar dentro un local de hostelería, pero probablemente todavía tendremos que esperar para verlo. Los jardines están cuidados, los muros empiezan a deshacerse. Una vez más el agua vence a la piedra, que no se resiste a su destino lejano de ser tan solo arena.

De vuelta al coche vamos viendo La Palma, imaginando que la cadena hasta San Felipe aun nos protege de lo que venga de fuera. Paramos otra vez, cual japoneses con la cámara en ristre, y volvemos a fotografiar San Martín, La Palma, San Felipe, esa bolla que conocíamos de pequeños como "la Vaca" porque se decía que mugía con la niebla, un  pesquero que sale a faenar, la Punta del Segaño... desde el otro lado, como si la ría fuera un muro que separa dos naciones, vemos que también hay gente tratando de inmortalizar el momento.

Seguimos hasta Monteventoso. Aun no se ha vendido y se puede subir para embeberse de las prodigiosas vistas, divisar a algún conejo y maravillarse del salto de algún parapentista hacia el valle que rodea el lago. Tal vez un día se convierta en otra cosa, pero hoy sigue siendo ese espacio en el que libremente tenemos acceso a un mar que a veces decide cobrarse su tributo entre aquellos osados que no temen acercarse a sus poderosas aguas.

La bajada contra el atardecer es como siempre silenciosa, con todos los tonos entre el rojo y el ocre tranquilizando nuestras retinas. Llegamos a Doniños y vacilamos entre Penecia y la carretera del lago, y nos decidimos por esta última para aprovechar el tiempo que queda de sol.

Outeiro, el pinar, San Jorge, Esmelle, Covas... y al final hacia Santa Comba, Sartaña y Ponzos. Hemos llegado al final de nuestro mar y desandamos el camino hacia el Cabo Prior, donde vemos los últimos rayos de sol intentando vislumbrar el mítico rayo verde, que tampoco aparece en esta ocasión.

Acabamos el día en la cetárea, soñando con el día en que las vides de Esmelle den vino, casi en silencio mientras esperamos los frutos de nuestra costa. Y tras tan prosaico momento volvemos al trazado rectilíneo de la Magdalena pasando por el Puerto, donde un bullicio incesante puebla sus terrazas, llenas de ávidos visitantes de otras tierras, ansiosos por comprobar si es cierta esa leyenda que dice que de Ferrol te enamoras o lo odias.

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