jueves, 16 de enero de 2014

La maldad intrínseca de las cosas.

Mi madre, en su arrebolado lenguaje plagado de cárdenas referencias literarias, advirtió hace mucho tiempo que las cosas son malas. Y es indiscutible que es así. Ejemplos de ello hay cientos de los que todos somos conscientes, pero ¿Acaso alguien duda de que la lavadora se estropea cuando van a llegar invitados? ¿Acaso no es obvio que la tostadora se estropea cuando llega el sábado? ¿Acaso no sabemos que la leche se acaba el domingo justo cuando vamos a servir el primer café de la mañana?

Claro, ahora cualquiera me acusará de falta de previsibilidad, pero tras la historia, terrible, que paso a relatar cualquiera de mis inteligentes lectores serán conscientes de que, como toda obra humana, las cosas tienden a empeorar cuando son conscientes de que nos pueden hacer daño.

No hace mucho tiempo (ayer concretamente) un trozo de pan se coló entre el soporte de la tostadora y cayó al fondo de la misma. Titubeé entre volcarla o no para recuperar tan ansiado mendrugo o utilizar unas pinzas de cocinar de esas que se usan para dar la vuelta a las frituras; lo notó, y yo noté que lo notaba y recordé las palabras de mi suegra acerca de meter objetos metálicos en las tostadoras. El trozo de chusco, sin duda envalentonado por alguna secreta consigna de tan infernal aparato, decidió escurrirse al primer intento. Yo no me asusto con cualquier cosa y decidí arremeter de nuevo en mi intento de rescate, que acabó con idéntico resultado. El tercer intento me lo tomé con algo más de calma y así la tostadora por los bordes para acomodar el fruto de la tierra que con tanto sudor trataba de ganarme. Me quemé. Las para mí inaudibles risas del trozo de tostada habrían augurado para alguien más avisado que lo peor estaba por llegar; compinchada con las pinzas se escurrió provocando el contacto de las mismas con la resistencia de la tostadora... lo que provocó un corto que hizo que saltara el automático y me hizo perder un precioso tiempo en volver a poner en hora todos los relojes. Buenos días, así te recibimos, muchacho.

Mi cafetera exprés, que hasta ese momento no me había dado motivos de desconfianza, decidió unirse a tan desagradable orgía y empezó a emitir un sonido extraño sin verter ni una sola gota de agua en la taza y sí por la parte inferior, que hasta ese momento yo creía estanca. Decidí no arredrarme y fui a coger papel de cocina, que no se despegaba aferrándose a su, hasta ese momento, intacta virginidad. Todos estos sucesos sin aparente relación tuvieron como colofón que decidiera desayunar fuera de casa y me fui directamente a la ducha, en la que tras conseguir enroscar el teléfono después de un desagradable chorro de agua fría en la cara constaté que la bombona se había acabado, certeza que fue confirmada tras un helador paseo por el pasillo, con tropiezo incluido y pérdida de toalla y casi de un diente (¿Estaba allí antes esa pelota?) a lo que se unió la desagradable sorpresa de constatar que la bombona de repuesto estaba tan vacía como la primera.

Tras tres pares de calcetines desparejados, dos con tomates y una rápida incursión al cesto de la ropa limpia me vestí con la ropa del día anterior y salí despacio sin atreverme a tocar nada y con todas las luces encendidas. Una ducha heladora, ropa usada, sin un miserable café ni algo sólido que me consolase en mi aflicción cerré la puerta de un portazo y ya, en la seguridad de la escalera, me dirigí a todas las cosas juntas y les amenacé con tirarlas a todas y comprar otras nuevas. Me pareció escuchar algo parecido a una risita, pero estando sólo en casa era imposible que proviniera de su interior. Me giré y llamé al ascensor con una cierta intranquilidad, por supuesto estaba averiado y tuve que bajar los diez tramos de escalera hasta el garaje y entrar por la calle (¿Pero a quién se le ocurrió que sólo se pueda entrar por el ascensor?).

Llamé al trabajo antes de llamar al seguro para avisar de que iba a tardar un poco en llegar porque el coche no arrancaba, y se me acabó la batería, por lo que tuve que volver a subir los diez tramos y llamar desde el fijo. Tras mi primera conversación del día todo me pareció un poco más tranquilo y decidí coger algo de la nevera para apagar mi desazón, momento en que constaté que el corto había estropeado la nevera.

Todo esto confirma que las cosas son intrínsecamente malas y que no hay que fiarse de ellas. Bueno, aunque en el fondo tengo que reconocer que a lo mejor fue todo una broma. Se creerán muy coñeras.

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