jueves, 7 de noviembre de 2013

Adiós.

No quisiera olvidarme tu sonrisa
aunque el tiempo ha pasado inexorable.
Tu desaparición fue como un golpe,
de un negro toro el asta, fue incurable.

Una tarde de sol, tu aniversario;
el teléfono suena y los manteles
caen al suelo, e incrédulo, pregunto
y respondo que no, que es imposible:
"Ayer hablé con él ¿Qué va a estar muerto?"
Luego llanto, dolor y desconcierto.

En tu casa tus hijos no lo entienden
tu ya viuda sorprende por su fuerza,
tus hermanos reaccionan como siempre:
Cada uno a su manera y yo a la mía,
que es no dormir de noche casi nada
y llorar sin parar durante el día.

La espera fue terrible: Tu cadáver
debe ser levantado y el forense
el visto bueno dar; cuando lo hace,
tu madre, tu mujer y algún hermano
te acompañan a casa. Allí esperamos.

Un golpe seco es nuestra despedida.
Significa hasta pronto y tu partida,
pero yo no lo creo y cada día
el periódico leo con avideza
esperando que salga una noticia
que confirme el error, pues la certeza
de no volverte a ver en esta vida
se me hace insoportable y esa herida
parece que no hay cura que la calme.

Pero ha pasado el tiempo y nuestras cosas
nos van quitando tiempo y modelando.
Seguimos, a Dios gracias, soportando
nuestras obligaciones de partida:
Los hijos, el trabajo, un mal invierno,
una tarde de sol, las Navidades...
en fin, el sueño eterno que creemos
que nunca va a acabar, que es nuestra meta,
sin darnos cuenta ingenuos de que has sido
el que te has despertado de primero
y has visto la verdad, que es en lo eterno
esperar a los otros en lo cierto,
en la contemplación de lo perfecto
y en el conocimiento de las causas,
las cosas, los porqués y lo selecto
que guardaba el Señor para nosotros
como premio tras tanto sufrimiento.

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