sábado, 10 de agosto de 2013

Siete días en Galicia. Día uno

El avión aterrizó en Lavacolla, el aeropuerto de Santiago de Compostela. Era un día gris y una suave llovizna lo impregnaba todo, haciendo el ambiente más propio de peces que de seres humanos. Era media tarde y teníamos que llegar hasta el hotel, en las afueras de Santiago. Por delante un pack turístico confeccionado expresamente para nosotros. Nuestro guía un cuarentón de acento cantarín y más bien pocas palabras, sostenía un cartel con mi nombre con cierta desgana, como si se avergonzara de la situación. Nos dejó en el hotel con el consejo de descansar debido a lo temprano que nos iba a recoger. La cena fue copiosa pero sencilla: Caldo gallego -con grelos de lata, nos explicaron- y una carne asada con pimientos morrones y unas patatas cortadas en tacos y fritas que combinaban una crujiente corteza con un interior cremoso. Todos comentamos lo buena que estaba la cena mientras dábamos cuenta de más de una botella de vino tinto, mencía de Valdeorras al decir del camarero. De postre tarta de Santiago, café de puchero y unas botellas en la mesa de licor de café, caña tostada, orujo y licor de hierbas. Pese a que yo decliné la invitación hubo quien probó todos.

Nuestro despertar fue tranquilo, antes de que sonara el despertador y muy arropados bajo las mantas. Pensé que hacía tiempo que no dormía tan a gusto y me di cuenta que era por la fresca noche de verano. Nuestro guía estaba en la cafetería, solo y con un café tan solo como él. Cuando estuvimos todos nos acompañó al vehículo que nos llevaría hasta la ciudad vieja. Calle de San Francisco, Plaza del Obradoiro, Hostal de los Reyes Católicos, Rúa do Franco, Fonseca, la Quintana... sin explicaciones, sin dilaciones innecesarias, sin incomodarnos con vagos discursos acerca de estilos o etapas históricas; entendí lo que siente un hombre que ve el mar por primera vez. Mis ojos se movían incesantemente de un monumento a otro, de un edificio a otro, de un adoquín a otro. Nuestros pasos nos fueron llevando por callejuelas estrechas y animadas hasta que paramos en un mesón en una de ellas. Aquí les recomiendo el pulpo y el jamón asado, la frase más larga del día. Unas frases en gallego con el que parecía ser el dueño del local y en menos que canta un gallo un mantel de papel y un servicio para cada uno estuvo montado en un pequeño reservado. Hasta ese día creí que había probado el pulpo, que sabía lo que era el pan, que distinguía un buen jamón asado de otro, que había probado el vino blanco.

Rua do vilar, Platerías, San Martín Pinario, Mercado de Abastos... de repente una parada en su letanía. Si les apetece un descanso... a lo que todos asentimos. Entramos en un bar llamado Momo y fue salir de una calle y entrar en otra, puesto que el pub conserva todo el mobiliario urbano de cuando era libre. Avanzando hacia el fondo más y más nos encontramos en medio de una Galicia en la que el sol se peleaba por mostrarse entre las nubes y vimos más verde del que ninguno habíamos visto en nuestra vida. En ese momento me quedé irremediablemente atrapado en el tiempo mientras de algún lugar no muy lejano nos llegaba el sonido de una gaita, con un plañir dulce y armonioso que parecía limpiar nuestra mente de los males propios y ajenos. Pensé que casi no había visto nada de Santiago y reflexioné acerca de la conveniencia de saltarme alguna de la excursiones. Nuestro guía pareció leerme el pensamiento, porque se acercó y comentó directamente. Si quieren volvemos al hotel a descansar, mañana toca Coruña.

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