Ya ha llegado esa época del año en la que las victorias deportivas hacen de lenitivo de todos nuestros males. Nuestros ases deportivos, del balón, el motor, la bici o la raqueta empiezan a engrosar el palmarés patrio y parece como que las cifras económicas duelen menos. A mí personalmente no me llenan de orgullo las hazañas deportivas; despiertan en mí una gran simpatía aquellos que aúnan, al menos en apariencia, calidad humana al afán de superación, y en cambio no puedo soportar a los demasiado ambiciosos o en extremo competitivos. Ahora que lo curioso es ver el ejemplo que dan algunos a nuestros hijos o jóvenes. Para mí las últimas asonadas, como las temeridades al volante de varios jugadores de la sección de fútbol del Real Madrid, el fraude fiscal de Nadal, el dopaje y cambio de domicilio a Suiza de Contador y las bofetadas de Barberá son algo que deberíamos condenar públicamente, y creo que deberíamos ser absolutamente intolerantes con este tipo de comportamientos y exigir a sus protagonistas disculpas públicas, como las que presentó el tenista. A nuestros hijos, a esos a los que les exigimos que sean ordenados y cumplan sus obligaciones mientras vemos la televisión con los pies en la mesa, debemos mostrarles desde el principio, desde chiquitillos, lo que es bueno y lo que no lo es, y más teniendo en cuenta de que cada vez que un deportista famoso se pone un diamante en la oreja o se tatúa unas letras chinas hace correr ríos de tinta, y en este caso más que literalmente.
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