domingo, 12 de mayo de 2013

Al trabajo

He vivido la mayor parte de mi vida en ciudades con periodos lluviosos más o menos largos y pese a ello, y después de haberlo probado casi todo, voy andando a trabajar, o en bicicleta. Responde tal costumbre a más de una razón incontestable -salud, ahorro, comodidad, ecología, independencia- pero sobre todo a una: Observar. Así, sin más explicaciones. En este mundo de locos me doy cuenta de que la gente se ha ensimismado. En mis años de estudiante en Madrid me sorprendía que la gente que iba en el metro evitase mirar a los demás directamente, de una forma casi exagerada. Ahora se ha extendido, de forma que puedes "cotillear" sin problema lo que te va saliendo al paso. La mayoría de la juventud va mirando su dispositivo electrónico, el que lleve, como si fuera un mapa del tesoro o una brújula. La gente de un poco más edad va escuchando algo (supongo que podría distinguirse si es la radio o música con sólo observar sus facciones; si están tensas información general ¿No?). Luego están tribus varias, de las cuales la de los deportistas es la que más crece, pero también suelen ir ensimismados. Los agentes secretos de la normalidad vamos observando lo que pasa por la calle, escuchando sus ruidos, la vegetación, la fauna, la fachada de una casa o cualquier manifestación artística. En el paseo marítimo de Las Palmas un anciano me saludaba todas las mañanas cuando nos cruzábamos a la altura del Parque Romano; el pretil del rompeolas tenía escrita una poesía a rotulador que medía lo menos cien metros. Es una de las cosas más bonitas que he descubierto en mis observaciones. Había gente que dejaba escaparse su gua-gua para seguir leyendo las negras letras sobre la blanca cal. Más recientemente, me dirigía a mi trabajo y observé un coche en medio de una rotonda, parado en oblicuo y con las puertas abiertas: un repartidor, vamos; pensé en la falta de educación de algunas personas ya que casi cualquier otra opción elegida para detenerse incomodaría menos el tráfico rodado. En el momento en que mi trayectoria se aproximaba al vehículo en cuestión observé una motocicleta que entraba en la rotonda, montada por un cincuentón algo congestionado, rubicundo y orgulloso de su montura que, al pasar a mi lado, levantó su verbal lanza y me espetó: Hijo de la gran puta, ya podías haber dejado el coche en otro lado. Pues eso, que me encanta ir andando al trabajo.

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