martes, 21 de mayo de 2013

Estaca de bares. Pescaíto frito.

Pues el otro día fuimos a una venta, por la Bahía de Cádiz. No voy a decir el nombre porque creo que en este caso no importa, ya que quiero referirme a un modo de vida, a una sensación, a un sabor. Primero una caña, muy fría, casi helada. Con ella una aceitunas y unos picos, mientras decidimos lo que pedimos. Pijotas, acedías, ostiones, ortiguillas, tortillitas de camarones y cazón en adobo, un vinito blanco -Tierra Blanca- de la tierra de Cádiz, muy frío, y dejar pasar las horas, con el crepúsculo todavía en las retinas, mientras los sonidos de la noche van sustituyendo al bullicio y a la luz que ha inundado todo. Los acordes de una guitarra a través de un altavoz, un barco a lo lejos y unos jirones de nubes a poniente. De postre una mousse de higos "para tirarse por el suelo" a decir del camarero y una copa de moscatel. Todo fresco, recién hecho, abrasador en la primera tienta y cargado de sal y de mar, cargado de estero y bahía. Otros días han tocado urta a la roteña, carne al toro, daditos de corvina o berza gitana, pero no entonces: Tocó pescaito frito, de Cái como tantas otras cositas buenas que nos acompañan a los ferrolanos cuando nuestros pasos nos ponen boca abajo y nos alejan de lo nuestro. No creo que a esta venta ni a ninguna otra les vayan a dar un gran premio gastronómico, pero sí debería reconocérseles ser los albaceas de un saber que se ha trasmitido a lo largo de generaciones, y que une la huerta (la harina de garbanzos y el aceite de oliva, el pan de telera y las aceitunas aliñás) con el mar (el pescado, los moluscos, y esos pólipos tan desconocidos como son las ortiguillas) de un modo tan magistral que Cádiz y pescaito a veces son hasta sinónimos.

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