jueves, 18 de abril de 2013

Una tarde en el campo.

                Decidí imitar a mi padre y llevar a las niñas al pinar de Doniños. Era una tarde de verano de esas en las que nos gustaría que hiciera calor pero que no lo hace. Les conté que íbamos a un bosque. Ellas no se han criado en Ferrol y les suena a aventura, creo que esperan que aparezca un oso, un lobo o incluso un dragón. Son pequeñas,  y sé que no puedo llegar a Lobadiz con ellas, porque sé que acabaré con una en brazos y escuchando estoy cansada, tengo sed y cuándo llegamos. Dejo el coche en la pequeña explanada donde aparcan los corredores; no sé por qué, pero me gusta aparcar allí, seguramente porque en esa zona hay más setas. En los prados que bordean el pinar se encuentran muchos agáricos, boletus y si no han pasado otros buscadores a veces hay lepiotas. Estamos en agosto, por lo que ni siquiera he metido una cesta o un cuchillo en el coche. Al llegar nos acercamos a una yegua con un potrillo, ella nerviosa y desconfiada, él inconsciente y retozón. Me quedo al límite de la cuerda y les damos hierba. Observo la cara de las niñas y compruebo que ya han engrosado la cofradía del pinar. No me cabe duda, recordaran este día por mucho tiempo. Una vez alimentados los caballos, “Papá, ya no tienen más hambre”,  entramos en el pinar. La bóveda que forman las copas de los pinos oscurece los rayos de sol que se entrecruzan entre las nubes. La atmósfera se vuelve algo tétrica y a ellas les entra un afán juguetón. Una piña, las moras, una flor, un tronco caído… cualquier cosa les parece inusual. En seguida han cogido un palo cada una, a modo de espada y de bastón alternativamente, según va transcurriendo la aventura. Corren, saltan, se suben a una roca o a un tronco. Al finalizar la recta y ver el mar se asombran como si alguien lo acabará de poner allí: “Mirá, Papá, la playa” anuncian como un gran descubrimiento. Aunque me cuesta convencerlas regresamos al coche. Les he prometido enseñarles un lago y la expectación no decrece. Regresamos por la carretera que bordea la laguna y empiezan a anunciar cada vaca, burro o caballo que divisan desde su atalaya. Un cercado con ovejas les llama la atención. Cerca del lago, hacia el principio del valle, la carretera pasa bajo el arco que forman unos árboles, allí pace un caballo tan ajeno a los problemas como lo son ellas. Es una puerta mágica, les anuncio, y aceptan la idea con esa ingenuidad que ya hemos perdido los adultos: Ni siquiera les importa a dónde va la puerta. El pequeño Quijote hecho de chatarra pone colofón a una tarde de magia, de vivencias, de futuros recuerdos que irán poco a poco entretejiéndose con otros hasta convertirse apenas en una sensación, diluida con otras tantas que van llenando su equipaje. Ni siquiera se imaginan lo que se lo agradezco. Por un momento he vuelto a ser un niño agarrado a una mano que me da seguridad… aunque al fin y al cabo esa es la verdad: Sus pequeños deditos agarrándose con fuerza ante cada novedad son los que me llevan, aunque mis pasos sean igual de inseguros, adelante por el camino de la vida.

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