jueves, 18 de abril de 2013

Un amigo.

Se ha muerto el padre de un amigo, a los sesenta y siete años. Todavía era joven para irse, pero la vida es así. Mi amigo tiene una esposa guapa y encantadora y dos niños, que hasta donde yo sé no dan problemas. Son de Córdoba los dos, creo que medio emparentados. La vida nos ha ido uniendo y separando alternativamente desde mil novecientos noventa y nueve… y creo que no sé nada más de él. Se ha muerto el padre de un amigo y me ha dado pena, y por eso sé que somos amigos. No nos conocemos mucho, no sé si tiene hermanos o si su madre vive. No he estado en su casa ni él en la mía. Nadie me dijo cuándo se oficiaba el funeral y ni siquiera lo he acompañado en ese momento. Esta mañana ha venido a buscarme para tomar un café. No ha buscado a otros, ni siquiera a los que ayer estaban con él en la iglesia; ha venido a buscarme a mí y me ha preguntado acerca del trabajo. Para mí ser amigo de alguien es acompañarlo en los momentos de dolor, y por eso siempre que puedo asisto a los funerales y entierros y a los velatorios. No es morbo, no es ser un plañidero, sino decirle a tu amigo que como él está mal tú lo sientes, y que tu pena no es por el difunto sino por los dolientes, por la parentela y afines que se han quedado en el valle. No he podido acompañarlo en el entierro ni en el velatorio. No me he enterado de que había una misa, pero él ha venido a buscarme para tomar un café. Su padre sabe al menos una cosa: que su hijo tiene un amigo.

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