Cogíamos un viejo bus
destartalado que entraba en la base por el tosco y mal iluminado túnel. A la
entrada subía un marinero, garante de que nadie bajase durante el trayecto.
Siempre hablábamos entre nosotros, jamás nos preocupamos del trayecto, nunca
pusimos en peligro ninguna seguridad. Al final la vieja verja, destartalada, un
candado oxidado y las prisas por atravesar el pueblo, al que prestábamos tanta
atención como a la base. Jamás nos preguntamos qué pasaba con el autobús ni con
el marinero; nuestra atención se centraba en la guitarra, en las bolsas con la
comida o los ingredientes de la sangría, en nuestros acompañantes del otro sexo
con los cuales queríamos ligar o habíamos ligado. Ni siquiera el castillo,
entonces guarnecido, llamaba nuestra atención. Sólo necesitábamos encontrar el
camino que se desviaba de la carretera primero y el sendero que se desviaba de
éste después. A partir de ese momento polvo y helechos y algunas manos furtivas
ayudando solícitas a la vez que se declaraban al dueño de la otra. Nunca nubes
ni lluvia: sólo heridas, rasguños, un trofeo de guerra, la orgullosa mirada de un
amor de verano. Al final del sendero la pequeña playita, una cala tan solo con
un pequeño muelle ya en desuso. En todos esos años recuerdo un par de veces en
que había una pareja allí: la estación era nuestra. Los varones enfriábamos
nuestra ansiedad y gastábamos nuestro exceso de hormonas con un helado baño en
las cristalinas aguas y unos cuantos agarrones y empujones; después cada uno a
lo suyo: el fuego, la comida, el paseo por las rocas, la guitarra, la sangría… a
medida que la jornada iba transcurriendo una especie de oculta sucesión de
eventos se repetía de forma inconsciente, hasta que el sol rebasaba los montes
de Brión y alguien recordaba la hora del autobús. Y a partir de ese momento
recogida y sendero, polvo y rasguños, carreras y nervios… y las manos
entrelazadas un poco más cómplices que esa misma mañana. Hace más de veinte
años, y ninguno de nosotros somos el mismo. Ahora sí hay un castillo, y un
pueblo al que sólo vamos en coche. Ahora nos quejamos de la carretera y de que
no hay señales y nadie va a la vieja estación, esa que ahora sí sabemos por qué
se llama así.
Hace no mucho
tiempo, una tarde de verano, me llegó el olor a mar y a eucaliptos y me prometí
volver a visitarla. Aparqué el coche en el castillo y busqué el camino. Estaba
indicado y mejorado, pero me costó encontrar nuestro sendero. Bajé solo, sin
una mano a la que ayudar, y levanté ese mismo polvo marrón. Tal vez el perro
que me ladró sea el hijo o el nieto de aquel que nos ladraba. Llegué al viejo
muelle y me mojé las manos; paseé por la arena y descubrí un hogar casi
completamente oculto entre las ruinas. No sentí lástima ni nostalgia, sino felicidad:
la boca de la ría no ha cambiado, sigue estando allí. Entré en el agua y di
unas cuantas brazadas, hasta que el nuevo puerto apareció a la derecha. No
quise mirarlo e ignoré su presencia. Al volver a la arena me tumbé en la arena
a esperar que mi piel se secara al sol, y entonces os vi a todos. Más delgados
algunos, más gordos otros, más feos casi todos. Os vi sin las arrugas, sin las
preocupaciones, sin las ocultas cicatrices que llevan nuestras almas. Os vi
distintos; ni mejores ni peores, sólo distintos. Y os eché de menos, a todos,
incluso a los que os veo habitualmente. Ya no somos aquellos, somos otros y
estamos en otro punto del camino; pero comprenderme todos que no importa.
Nuestros hijos y nuestros nietos tendrán su vieja Estación, tendrán su agua
límpida y su olor a eucalipto, tendrán su primer beso y también lucirán
orgullosos sus heridas sin preocuparse de que existe algo que se llama la vida.
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