domingo, 24 de noviembre de 2013

Siete días en Galicia. Día tres.

Siguiendo las indicaciones de nuestro guía nos pusimos ropa cómoda. Parece ser que tocaba andar, a tenor de las indicaciones recibidas de nuestro tan parco en palabras cicerone.

El programa se mostraba tan parco en palabras con respecto al orden del día como nuestro introvertido guía. Dudé una vez más si no participar de la excursión y quedarme a conocer Santiago más profundamente y se lo comenté cuando lo encontré en la misma postura en la cafetería del hotel, acompañando en su soledad a ese café tan oscuro como su carácter. Se limitó a encogerse de hombros y a emitir un escueto "nos vamos en cinco minutos" que me encorajinó a participar en el programa.

Sin embargo parecía más animado en esta ocasión. "Lo de hoy es menos turístico, pero suele ser una de las excursiones que más gusta". Tesoros del Eume, tres palabras para explicar un día entero, más la indicación de que vamos a andar; poca explicación para una visita que se anunciaba como la más larga de nuestras vacaciones. "Escúchenme un momento...gracias: En la Edad Media casi toda esta zona estaba repartida entre la casa de Andrade y la Iglesia. Hoy vamos a ver lo que era de la Iglesia." Como explicación dejaba bastante que desear, pero lo cierto es que era el discurso más largo que le habíamos escuchado, lo que nos dio una cierta complicidad.

Salimos de la autopista a una carretera nacional que desembocó a su vez en otra bastante estrecha que se adentraba poco a poco en una sucesión de parajes incultos y de prados donde vacas de manchas blancas y negras pacían en la tranquilidad de esa soleada mañana. Tras menos de media hora de este camino el vehículo paró frente a un extrañamente grande monasterio con una basílica que mostraba en su portada un extraño ajedrezado. "Monfero", anunció, y nos invitó a leer el cartel explicativo y a reunirse con él en ese punto cuando nos cansáramos de curiosear. Comentamos entre nosotros lo absurdo de mantener ese enorme inmueble sin uso y alguien comentó que estaba proyectado hacer un hotel de lujo cuando empezó la crisis y que se estaba esperando para retomar el proyecto. Mientras tanto tuvimos la oportunidad de disfrutar del esplendor de una enorme ruina, esperando tal vez encontrar el fantasma de algún monje entre alguno de sus claustros. La sensación de irrealidad que me asaltaba parecía ser la dominante entre todos los asistentes, por lo que entre contritos y asombrados nos dirigimos al punto de encuentro para seguir nuestro periplo.

La siguiente etapa de nuestro viaje nos llevó de nuevo a la misma carretera nacional, que abandonamos al coger una carretera que dejaba a su izquierda un río con las aguas turbias de un color verde oscuro bastante inusual. En los bancos de su estuario se podían ver de lejos diferentes tipos de aves y alguna canoa solitaria surcando sus tranquilas aguas. La carretera fue estrechándose mientras las copas de los árboles iban juntándose a modo de bóveda sobre ella. Paramos a un lado del río en el que se nos invitó a seguir a pie o esperar uno de los autobuses del Parque. Cuando bajamos nuestros sentidos captaron algo distinto a lo anteriormente experimentado: Un olor a musgo y a madera en descomposición entre dulce y mohoso, un permanente arrullo del río y de sus múltiples tributarios, una falta de luz que creaba una penumbra semi-verdosa y una humedad palpable en la piel y hasta en la ropa: Sé que nunca voy a olvidar esa combinación de olores, sonidos, destellos y humedades, porque quizá nunca he experimentado una sensación tan clara de estar dominado por un paraje. Se nos explicó en pocos minutos que el Parque Natural en cuestión era el ejemplo mejor conservado de bosque atlántico de Europa, que tenía varios endemismos botánicos y zoológicos y que el número de visitantes se incrementaba cada año propiciando una incipiente actividad económica: Ninguno hicimos caso. El efecto narcoléptico de miles de árboles realizando la fotosíntesis y de miles de hojas pudriéndose a la vez unidos a la nana que nos dedicaba el río nos hicieron empezar a vagar a la orilla de una estrecha carretera apenas mantenida. Todos cruzamos los puentes colgantes, nos hicimos fotos y observamos a un pájaro, una ardilla o a los zapateros navegar en los remansos del río. Cuando llegó el autobús no entendimos muy bien el porqué de hacer un viaje, pero el conductor nos explicó que la colegiata aun está bastante lejos y sin saber muy bien nuestro destino nos embarcamos rumbo a ella.

Tras un cortísimo viaje se nos indicó que debíamos cruzar el puente y subir hasta el monasterio, no, no es el de Monfero, éste es el de Caaveiro, pero no tiene nada que ver, y empezamos a subir empujados por unos cada vez más limpios pulmones y con la sombra de enormes robles, avellanos, alisos y sauces que hacían más que llevadero el paseo por la senda medieval que los monjes usaron en su día para sus transacciones. No puedo explicar mucho más de este día porque fue un día de sensaciones más que de otra cosa: Encontrarse el monasterio en una loma al final del camino de pizarra, las vistas desde su parte alta, el viejo molino con su enorme ojo sumido en una luz de color de esmeralda, el repentino canto de un ave... nada de lo que pueda escribir trasladará a nadie que no haya estado en Caaveiro y en las Fragas del Eume a este mágico rincón y cualquiera que haya estado no necesita que ninguna palabrería más o menos sonora le evoque su encuentro con el viejo bosque.

Cuando regresamos al inicio nuestro guía parecía otra persona: "Bonito¿Eh?" Asentimos todavía incrédulos y nos sentamos esperando lo siguiente, "Ahora vamos a comer a una Cantina, ya verán que les va a gustar mucho porque son muy de aquí y usan productos muy naturales". Sólo siento no recordar el nombre del local, pero teníamos tanta hambre después de la caminata y tan agudizado el sentido del gusto después de haber utilizado los otros cuatro durante la visita al bosque que sólo puedo recordar un festín de carnes, quesos, requeson, miel, setas y otra vez unos de esos vinos traicioneros de Galicia, tan suaves y tan firmes a la vez.

Después de comer, ya muy tarde y algo abotargados, nos dejaron en Pontedeume, callejeando en su trazado medieval y disfrutando de su feirón, que es como allí llaman al mercadillo. No entendimos muy bien el desconocimiento de estas tierras del Eume, pero no nos importó y nos limitamos a disfrutar de esa pequeña joya aun desconocida hasta que, ya con el cielo en penumbras, acudimos a la cita con nuestro ya cómplice guía, que respetó nuestro unanime sueño hasta que en el aparcamiento del hotel nos anunció nuestra llegada: "Despierten, perdón... ya hemos llegado. Espero que les haya gustado. Mañana ya un día más tranquilito. Buenas noches".

No hay comentarios:

Publicar un comentario