viernes, 29 de marzo de 2013

Los curas ceremoniosos

Pedro IV fue un rey de Aragón del siglo decimocuarto apodado el ceremonioso. No pretendo hablar de historia, porque ésta se va desvelando poco a poco pese a los ímprobos esfuerzos de alguno por cambiarla. Pretendo reflexionar sobre la asistencia a la Santa Misa, a la que todos los domingos acudo con mi familia y en la que cada vez detecto más una triste realidad: Apenas hay jóvenes en ellas; estamos algunos -pocos- padres con nuestros hijos, más bien pequeños. También hay mucha gente mayor, de aquellos que ven acercarse su hora y que saben que ya han rebasado la cima del monte y se dirigen a un valle en el que la Vida sustituirá a su largo penar por este valle de lágrimas. Adolescentes casi nunca veo, tampoco jóvenes en edad de estudiar o buscar sus primeros trabajos. No quiero decir que no haya, sino que su presencia es testimonial. Las parejas con hijos pequeños somos las menos, aunque de estas alguna hay. ¿Cuál es el origen del problema? Seguramente no existe una sola causa, sino que se deba a una mezcla de muchas: el materialismo, los errores de la Iglesia, la sociedad actual y sus nuevos ídolos... Yo hoy quiero apuntar a uno que me parece clave. Me han contado algunas parejas cercanas que en más de una ocasión los propios sacerdotes o alguna beata autoproclamada o ungida como asistente sacerdotal les han indicado, de forma más o menos educada, que los niños no deben ir asistir a Misa porque molestan, desoyendo el mandato divino (Mateo, 19) de que dejemos que se acerquen a Él. Analizando el exhorto de Cristo de un modo más profundo sólo podemos concluir que cuando dice dejar ha de equivaler necesariamente a permitir, pero también a facilitar. Uno de los principales impedimentos, desde mi punto de vista, a la asistencia de niños a los oficios religiosos es la cada vez mayor extensión de las celebraciones. Esta prolongación puede tener sentido cuando la Liturgia así lo exige, pero lamentablemente no suele ser así. Están los curas ceremoniosos, que prolongan lo indecible cada momento y se arrancan a cantar cada dos por tres; existen los coros petardos, que en vez de contribuir a dar brillo lo que hacen es entorpecer y convertir en un concierto lo que ha de ser la celebración de la Eucaristía y se convierten en protagonistas de la misma, y existen también los anunciadores, que se encargan de leer, a veces en más de una parte de la Misa, anuncios más o menos necesarios para los fieles congregados. Sin embargo sigues acudiendo puntualmente a tu parroquia, soportando las malas caras de algunos que te anuncian que molestas, sermones que no son una homilía de la Palabra, sino un vehículo de lucimiento, exento de contenido, y mientras te preguntas por qué el predicador está intentando decir en veinte minutos lo que se puede decir en uno y además ni ha explicado la palabra, ni refuerza conceptos morales, ni explica la bondad o maldad de las acciones independientemente de sus actores, te esfuerzas cada día en encontrar las fuerzas, en pedírselas a Dios, en difundir el mensaje de la Iglesia misionera, de aquellos que han hecho del servicio a los demás su modo de vida. Con todo, me siguen atenazando las mismas preguntas: ¿Van a tener relevo aquellos a los que tanto molestan los niños? ¿Van a tener relevo aquellos que no nos dan de la mano en el camino? ¿Se convertirán las iglesias en monumentos para el disfrute de los turistas o en discotecas y salas de baile? No escribo desde la ira, escribo desde el temor a que aquellos a los que se han encargado pastorear las ovejas se hayan creído los dueños de la dehesa y del rebaño.

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